En Colombia el conflicto armado y la violencia amenazan entornos campesinos y urbanos. El acaparamiento de tierras de las elites económicas y políticas por la vía del paramilitarismo a arrasado con vidas humanas y ecosistemas y han limitado la seguridad alimentaria de muchas poblaciones. Se trata de acciones criminales con el respaldo de los aliados de los gobernantes de turno. La codicia y la acumulación son los parámetros en la toma de decisiones sobre los destinos de los colombianos. En medio de la pandemia, la situación de excepcionalidad le ha dado largas al gobierno que no ha tenido control político alguno. A los sectores campesinos alejados de la capital no llegan pruebas, ni medicamentos ni recursos para controlar el virus letal, antes tampoco se atendían las necesidades de salud. Los precios de los alimentos de la producción campesina han bajado, pero en los supermercados de las ciudades los precios están por las nubes. Las condiciones de vulnerabilidad e injusticia se exacerban en este tiempo y las organizaciones al margen de la ley se aprovechan de eso para despojar campesinos y asesinar líderes sociales que le han apostado a la paz. El enlace entre los derechos campesinos y la implementación de los acuerdos, desde mi punto de vista, se constituye en una defensa por la vida. Lástima que los gobernantes no piensen de ese modo. Para ellos, las vidas campesinas son descartables, poco le importa la vida y la paz a quienes se enriquecen con la muerte y con la guerra.